El primer pacto que el Señor hizo con los hijos de Israel, después de librarlos de Egipto, fue un pacto de sanidad. El Señor dijo: “Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu sanador” (Éxodo 15:26; Salmo 103:1-5). El sufrimiento sustitutivo del Señor Jesucristo nos liberta de toda enfermedad, “…Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. En todo esto vemos que la sanidad divina del cuerpo está en el sacrificio de Cristo (Mateo 8:17; 1 Pedro 2:24; Jeremías 33:3,6; Marcos 16:14-18).

Jesús dijo a los creyentes: “…sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán” (Marcos 16:18). Santiago escribió en su carta: “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el Nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:14-16). Todas estas promesas también son para la iglesia de hoy.